EL ÚLTIMO AVISO
Éste había sido un día
cualquiera dentro de una semana aburrida en un mes tranquilo de un año nada
especial. Me encontraba tumbado en la cama, mirando el techo de mi habitación y
pensando en cómo había llegado a esta vida tan tediosa.
Recuerdo poco de mi
infancia, pero creo que no fue una infancia fácil. No era una persona muy
extrovertida y a menudo mis compañeros me solían tachar de raro. Al menos no se
metían conmigo, simplemente no solían hablar conmigo. Lo único que me mantenía
con ganas de seguir adelante era pensar que en la universidad todo iba a
cambiar, que sería un nuevo comienzo, que asumiría una nueva identidad. Fue una
época mejor, pero tampoco fue lo que esperaba. Al graduarme en la universidad, pensaba
que un nuevo mundo lleno de posibilidades aparecía ante mis ojos, pero no tardé
en darme cuenta de que ese mundo que tantas promesas me había hecho no era más
que una quimera. El mundo que me esperaba era un oscuro agujero del que uno no
puede salir. Acabé trabajando en una apestosa oficina, donde sigo trabajando
ahora, a los treinta y cinco años de edad. Todos los días hacía la misma
rutina, de casa a la oficina y de la oficina a casa. Ya no tengo afición por
nada, y he perdido las ganas de vivir. Nada me interesa.
De repente, alguien tocó a
mi puerta. Me levanté, me puse las pantuflas y me dirigí hacia ella.
Abrí la puerta, y lo que
vi al otro lado me dejó sin respiración, ¡era yo! ¡Una copia exacta de mi
cuerpo cuando era niño. No podía moverme, estaba completamente paralizado por
el miedo.
- ¿Qué clase de brujería
es esa? – pensé desconcertado, entonces, me quedé paralizado. Una extraña
fuerza se
había apoderado de mi cuerpo, no era como unas cadenas, que te
oprimen y hacen daño, esa fuerza era más
bien como una manta enrollada
alrededor de mi cuerpo, impedía que me moviera, pero no me hacía daño
-
Hola Juan, ¿puedo pasar? -Me preguntó.
Yo, en ese momento, era incapaz de articular palabra alguna. Al quedarme
en silencio, el extraño visitante entró y se sentó en el sofá, mirándome con
ojos curiosos. Acto seguido, me hizo una seña para que me sentara en una silla.
Yo me sentí hipnotizado y, como si fuera una marioneta, me senté.
- - ¿sabes quién soy? – me preguntó.
Yo, que empezaba a recuperar la voz y a tranquilizarme, le dije que no.
-
Permite que me presente, yo soy la muerte, y he venido a por ti
porque ha llegado tu hora.
Un torbellino de pensamientos surgió en mi
cabeza, no podía creerlo, creía que era injusto, y no había forma de que
cambiase de opinión al respecto.
- - ¿Qué he hecho yo para merecer morir? Le pregunté, furioso.
- - No has hecho nada, simplemente ha llegado tu hora – me
contestó, impasible, su frío aliento hacía que cada fibra de mi cuerpo se
estremeciera.
- - ¡Pero eso no es justo! – le contesté, temblando de miedo. Mis
piernas ya no me sostenían, y sentía que me iba a desvanecer en cualquier
momento.
- - ¡No quiero morir ahora!, ¡Quiero vivir! – exclamé.
Una procesión de lágrimas desfilaba por mis mejillas, me sentía
impotente, como un muñeco de trapo. Quería salir de allí, huir a alguna parte
pero, ¿a dónde ir? no se puede escapar de la muerte, eso es de sentido común
- - La vida es una hermosa mentira, yo soy una
dolorosa verdad.
Después
de oírle decir eso, se me cayó el alma al suelo, no podía creer que hubiera
llegado mi hora, tan pronto, con tantas cosas que vivir… pero, realmente, ¿qué
iba a vivir en el futuro? Estaba estancado en un trabajo que odiaba, rodeado de
gente a la que no aguantaba. ¿Que había hecho para cambiar el rumbo de mi vida
a mejor? Nada, simple y llanamente nada. Quería llorar, pero sabía que no
serviría para nada. Ahí estaba quieto, sin poder hacer nada al respecto. La
muerte se acercó lentamente, señalándome con el índice para darme el toque
mortal, lo último que sentiría mi cuerpo antes de morir. Y luego qué? Había
cielo o infierno, o simplemente moríamos sin más? Demasiadas preguntas y
ninguna respuesta. Le eché una última mirada a la muerte, una mirada que no fue
de miedo, ni de terror, sino de alivio. Entonces, me tocó por última vez.
Me levanté rápidamente de la cama, tenía el
pulso por las nubes y estaba nadando en mi propio sudor. Miré el reloj que
había en mi mesita de noche y vi que eran las cinco de la mañana. Pensé que
había tenido una pesadilla, pero todo parecía tan real…
Después de pensar durante un par de horas lo
que había pasado, decidí dar un vuelco a mi vida, desde ese momento, veo el
mundo de otra manera, cada segundo es valioso y debe ser aprovechado al máximo
porque nunca sabes cuando la muerte te hará una visita. Recuerda, la próxima
vez podrías no despertar.